domingo, 26 de enero de 2014

Café León

Me lo encontré en un café de la plaza León. Miraba el periódico, tan fresco como siempre. Deduzco que no me vio, conociéndole se hubiera levantado gustoso buscando un abrazo.

Estaba en su mesa la cerveza de costumbre y en su mirada la pasividad de antaño.

Ojeaba una a una las páginas, revisaba las letras, las contenía en su cabeza. Yo no estaba tan lejos, sentada con un vestido blanco cuya textura le encantaría, reviviendo los recuerdos que de choque volvieron al mirarlo. Yo sabía que él sabría, por eso no lo busque, porque la vida enreda y ya había muchos nudos entre nosotros.

Proveniente de algunos de los lugares aledaños se escuchaban carcajadas satinadas de alcohol, risas de infantes clavados en el agua. Era un día bello y los colores tomaban aromas e, incluso, formas que saturaban el placer. Yo pedí café, ese con el que me estallaba la cabeza desde que tenía 14 años, lo pedí para recodarlo, para olerlo mientras lo miraba de lejos. Mientras el humor de la comida poseía mi sentido del olfato, las memorias fueron las responsables de alejarme de aquel delicioso presente.

Ambos jóvenes en un cuarto que atestiguaba la vulnerabilidad de la desnudez, hablando de planes estúpidos, de dramas inconcebibles; el mejor momento de mi vida. Cuando la incertidumbre representaba el todo y vivir al compás de sus caricias era la única ambición; cuando las caminatas por la ciudad eran comunes y el arte de estrechar las manos y apretujar los cuerpos estaba mas que perfeccionado. Lo pensaba en aquel lugar fumando mientras sabía que sería feliz. Me recordaba amándolo.

Y no sabía cuántos años habían pasado, quizá 10, quizá menos; tampoco sabía en qué lugares había estado ni cuántas mujeres habían tenido el placer de conocerle. Me di cuenta de que aún retenía en mi cabeza la imagen de la última vez en que lo vi, y el contraste al comparar era incómodamente obvio. Ahora éramos un hombre y una mujer respectivamente, envueltos en esa vida adulta que pretende hacernos parecer inteligentes.

De la nada cerró el periódico y por instinto vano agaché la cabeza, no sabía si miraba en mi dirección, o peor aún, si me había reconocido; mi as bajo la manga eran mis lentes de sol, buena distracción en la mayoría de las ocasiones. Cuando por fin miré, el se había ido; había en la mesa un pequeño papel blanco con unas cuantas monedas. Mi estancia en aquel café sólo era para matar tiempo pero irónicamente terminé reviviéndolo; suspiré, como ya era costumbre cuando de él se trataba, dejé el precio del americano y salí.

Aproximadamente 10 pasos afuera de la puerta del Café León alguien jaló suavemente de mi bolso; mientras me giraba pude escuchar que de sus labios se emitía un tenue:

- ¿Linda?

Y la puesta del ocaso iluminó la más honesta sonrisa y la dicha más certera de un corazón reencontrado.






«Ana Ramírez; CLTRA CLCTVA»

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